NO LO LLAMES SOLEDAD

A veces, la soledad no es la dificultad más dura en nuestros pueblos. A veces, hay quien la busca y la disfruta. Es muy posible que todos conozcamos algún caso en nuestro pueblo o en otro cercano, de alguna persona que es feliz sin compartir y que en contadas ocasiones le hemos visto pasear por nuestras calles. Sin embargo, nada que objetar ante tal decisión de vida. Totalmente aceptable debe ser para el resto de los vecinos del pueblo.





Pero el motivo de mi reflexión es otro, no es esta soledad buscada que si repasáramos la historia, nos daríamos cuenta de que  está llena de personajes que transitando en ella se sintieron felices. Hoy, desde mi punto de vista madrileño y rural, me gustaría detenerme en una de las actitudes que menos me agrada de toda la panoplia de situaciones que conozco.

Estoy seguro de que al igual que pasa en mi pueblo, pasa en muchos, e incluso me podría aventurar que si no en la totalidad, pues no me gusta hablar de absolutos, si en la gran mayoría. Y es este otro tipo de soledad, la que ha surgido ocasionada por los problemas que se quedan sin resolver entre vecinos, ya bien por disputas pueriles y sin sentido o por las más rectas y propiciadas por la injusticia.

La mayoría de nuestros pueblos tiene pocos habitantes y por suerte o por desgracia todos se conocen. Incluso a los que hemos llegado hace poco, también se nos llega a conocer, pues damos pistas para que los vecinos se vayan haciendo una idea más o menos certera de cómo somos. Aunque llevo tan solo un par de años por aquí, estoy seguro de que mis vecinos están al tanto de mí, más de lo que yo pienso que saben.

Los que hemos vivido en una sociedad llena de personas que caminan por grandes avenidas, esas en las que te quedas un buen rato sentado en un banco en mitad de la calle y dedicas un tiempo  tan solo a contemplar, a ese ejercicio delicioso de observar, te percatas de la cantidad de silencio que existe entre los caminantes, pese al ruido de los vehículos y de las charlas que el resto de las personas se van contando. La soledad también existe en las grandes ciudades y el bullicio, normalmente hace que pase desapercibida.

Y yo pensaba que en un pequeño pueblo de no más de unas decenas de personas, la pura y egoísta necesidad del vecino para que te ayude a resolver una gotera, que te cuide las vacas o ponga la comida a los perros cuando tú no estés, ayudaría a una relación más cercana. Sin embargo, la cosa no es tan sencilla como un neófito piensa. Compruebas que las distancias entre vecinos, incluso de casas contiguas, es tan grande como la de los paseantes por las grandes avenidas de las ciudades. Qué perduran rencillas por cualquier menudencia que no se ha llegado a hablar de frente, o que la generosidad se ha gastado porque tu convecino lleva tirando de la cuerda para su sitio durante demasiado tiempo, incluso que ha prevalecido lo mío antes que lo de todos y por eso me enfado.

Y aparece la soledad de un vecino, sin entrar en la consideración de que si tiene razón o no, pero que nos lleva a la conclusión de que pasa su tiempo castigando su pensamiento y agrandando el problema que no se llegó a solucionar. Y además, solo. Este personaje que os escribe su opinión conoce algún caso, como creo que la mayoría de los lectores, y creedme, visto desde una perspectiva ajena al problema, la soledad en los habitantes de los pueblos ocasionada por “malos rollos”, sobre todo en personas de mucha edad, es un problema que llama la atención y no es agradable.

En fin, estas cuestiones han humanas que sirven para darte cuenta de que los habitantes de las urbes sienten soledad y los de los pequeños pueblos también. Qué no importa cuántas personas estén de paseo, importa que estas personas, al menos durante los segundos que puede durar un saludo, sientan que su soledad les ha dejado un momento libre. Y busquen un modo de cambiar.

 Autor: Luis (Puentetoma)
Imagen: Pueblos Vivos

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